El Viejo y la Vid. Todo el mundo le conoce como El Viejo y sigue yendo puntualmente a podar sus pequeños majuelos que, formados en vaso, cuida artesanalmente.
Santiago lleva una vida entre las viñas. En su pueblo, Santiago es considerado como una vieja gloria, un recuerdo de una viticultura heroica que ahora ya ha desaparecido. Todo el mundo le conoce como El Viejo y sigue yendo puntualmente a podar sus pequeños majuelos, cepas en vaso que cuida artesanalmente. Su vida se ha visto truncada por problemas financieros. Su mundo se derrumbó y él quedó en medio de ninguna parte. Malvive en un pequeño apartamento y, sin mucha ilusión, acude metódicamente a su cita con las plantas. Se trata de un deber adquirido por su pasado glorioso.
Manolín aprendió a podar con Santiago. Cuando era más joven e idealista gustaba de acompañar al experimentado viticultor en sus tardes por las viñas. Manolín ya tiene treinta años, pero todo el mundo le sigue llamando por su diminutivo. Ahora ya está alejado de las viñas y del mundo rural, amigos y familia aconsejaron a Manolín dejar de visitar a Santiago.
Ahora todo está mecanizado, los dirigentes de provincia impusieron su concentración parcelaria y se arrancaron la práctica totalidad de los viñedos viejos. Santiago se opuso, muchos le respetaron pero pocos le apoyaron. Finalmente se negó a retirar sus viejas cepas. Ahora el mercado no valora la calidad de sus uvas y Santiago padece esa injusticia, su oficio se ha extinguido. En estos días la uva se produce, pero Santiago sigue cuidando sus viñas.
Es una mañana de frío invierno, niebla en los campos y Santiago se embadurna de prendas de abrigo para acometer su rutinario deber. Las plantas ya han acumulado las reservas necesarias, y los rigores del invierno provocan su entrada en parada vegetativa. Está orgulloso de su pasado, pero maldice su suerte. El destino ha querido que la modernidad y el falso progreso excluyeran a Santiago de la sociedad, es un proscrito.
Se ha convertido en un hombre huraño y siempre malhumorado. Rara vez se junta con gente y sus viejos amigos le han dado la espalda. Huye de eventos multitudinarios y desprecia a los que le han despreciado. Tampoco disfruta de su ocupación como antaño, considera que su obra no está bien valorada y dice que ya no se elaboran vinos con alma. Al llegar al viñedo se repite el eterno cuadro: el viejo y la vid.
Como todos los días despejados de enero, Santiago se encuentra en su viña de San Lázaro. Cada planta recibe sus cuidados, sus brazos han sido moldeados por el azar, que hace que la Naturaleza ponga las yemas en un determinado lugar, y por la pericia del viñador que conduce los brazos de ésta en la dirección adecuada. Alguien se acerca por su espalda.
– ¿Sigues teniendo tijera de repuesto? – Manolín ha vuelto unos días al pueblo y ha querido visitar a Santiago.
– ¿Manolín? – responde Santiago sin levantar su cabeza de la planta en la que está entregado – ¿qué haces tú por aquí?
– ¡Santiago! Suponía que te ibas a alegrar con mi visita.
Santiago ya difícilmente disfruta con lo que hace. Su corazón se ha avinagrado, perdió su fe en las personas. Mantiene el cariño por el Manolín que conoció, pero por otra parte siente que en el fondo fue traicionado. Al final eligió marcharse a la ciudad y no continuó con todo lo que él le había transmitido. Santiago no responde.
– Bueno, ¿tienes tijeras o no? – insiste Manolín.
– ¡Toma! – responde Santiago alargando su brazo con un viejo artilugio.
Las tijeras comienzan a sonar armoniosamente ejecutando una maravillosa sinfonía. El sol calienta las mejillas del treintañero, el frío viento sonroja su cara, y los olores del invierno invocan en su memoria recuerdos de aquel ayer tan limpio y puro, libre. Le viene a la mente una melodía que comienza a tararear. Santiago sonríe y empieza a tararear también. La pareja avanza lenta y acompasadamente entre las líneas de plantas. Comienzan animosa conversación, discuten de por dónde han de acometer la poda, de lo pobres que están las plantas, de la falta de puesta a punto de las herramientas.
– He traído almuerzo. – dice Manolín.
– ¿¡Cómo?! – Santiago ya no solía almorzar en la viña, siempre estaba solo y prefería terminar la tarea diaria para alimentarse. – Pero si yo no traje ni vino.
– No pasa nada, yo he traído de todo.
Con el vino, la conversación se anima, Santiago recuerda qué torpe era Manolín aquellos años, pero ¡qué cabeza tan dura tenía! Le empieza a reprochar cómo se quedó dormido aquel día de la helada. El joven se queda mirando a Santiago, le pasa la bota de vino, y rompe a reír desenfrenadamente.
Todo el día juntos, bajan al pueblo, visitan la cantina, pasean por sus calles. Manolín tiene que irse y se despide de Santiago. Santiago alarga su brazo, Manolín estrecha su mano y, acercándose al viejo, le propina un fuerte y violento abrazo. Santiago está llorando.
A la mañana siguiente, Santiago se levanta animoso. Calienta agua para tomar su té acompañado con una tostada. Hoy decide prepararse un almuerzo. Los tiempos de ayer han vuelto, Santiago vuelve a volar por sus viñas. Volverán a hacerse vinos con alma, un alma que no había muerto, sencillamente seguía revoloteando sobre los viñedos y ahora, Santiago quiere recuperar.
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